Tres días para la muerte de mi madre
Primera de tres entregas sobre las últimas horas de mi mamá
Bajo la sombra de un árbol
Y al compás de mi guitarra
Canto alegre este huapango
Porque la vida se acaba
Y quiero morir cantando
Como muere la cigarra
Raymundo Pérez y Soto
25/12/2018
1.
Después de una navidad agridulce, estoy en el aeropuerto internacional de San Pablo. Voy a coger un avión rumbo a Bogotá, a las 10 de la mañana parto para intentar ver a mi mamá con vida, y así, poder despedirme. Hace tres días me avisaron que la habían llevado a urgencias, la internaron y el cuadro fue empeorando minuto a minuto.
La sala de espera está abarrotada. Familias enteras desparramadas en el piso, niños corriendo con sus juguetes nuevos, los primeros calores del verano se cuelan por los ventanales que dan a la pista. Mi cabeza, un torbellino. Solo me aferro a las únicas dos cosas que parecen reales en este momento: la primera, este será un viaje solo de ida. Como lo son todos al final. En el fondo, jamás, la persona que vuelve, es la misma que partió; la segunda, tengo una sensación extraña en el estómago, aquí abajito, como entre la panza y las tripas. Parece un celular vibrando dentro de las entrañas. ¿Será que me tragué un aparatico de esos? Me espera un encuentro de despedida.
A pesar de la noche mal dormida y la certeza de los intensos minutos que me esperan en la clínica, no tengo sueño. Ni dormiré en el vuelo -para esto colaborará mucho el piloto, el desdichado va a agarrar la carretera más desbaratada del cielo: cada 15, 10 minutos se prenderá el bendito aviso de abrocharse el cinturón en el techo del avión y comenzará la turbulencia-. Al contrario, un deseo de no perderme nada de lo que está pasando me mantiene alerta todo el tiempo. Aunque alimento alguna esperanza de recuperación, no hace falta mucha universidad para deducir que mi mamá está, al igual que yo, en la sala de espera, lista para el viaje final.
2.
Aterrizamos, el avión bailarín, el dolorcito en la panza y yo. Y yo tengo miedo. No quiero verle la cara a nadie, no quiero ver la tristeza en los ojos de nadie. Por eso nos abrazamos con mi hermana y así nos mantenemos. Aferrados en el vano esfuerzo de no salir expulsados de esta montaña rusa. Sentimos todo lo que empieza a acabarse, el vuelco que la vida nos da. Con mi tía, hermana de mi papá, es diferente, a ella le veo los ojos. Se le quieren salir empujados por una marejada de dolor. No vale la pena resistirse, de ahora en adelante seremos dolor. Partimos a la clínica.
Se abre el ascensor y el cortejo fúnebre enmarca la sala de espera. Mi otra tía, hermana de mi mamá, el marido y mis primos, se hunden en los sofás. El mayor de ellos me abraza, justo lo necesario para desmoronar cualquier defensa que tengo. De las cosas que más me emociona es ver el cariño que le tienen a mi mamá. Luego, la cara de mi abuela, la mamá de mi mamá. Las palabras se desmayan, se esfuman, se acaban. El hilo de la vida se rompe. Por último mi papá. Me dice que solo un milagro la salva. Yo le pido que me abrace.
3.
¡Bueno, bueno, a lo que vino papito! Lávese las manos y entre a saludar a su mamá rapidito. Quién sabe al verlo reaccione. Hágale pues.
¿Perdón? ¿Qué? Sí, buena parte de la comitiva de la agonizante, depositó en este que escribe y cuenta, el lucerito de la esperanza, del milagro. Algo les decía que al escuchar mi voz, mamá iba a recomponerse en la cama, pintar una sonrisa y tomarse un caldito de pollo. Yo andaba en otra sintonía; mal sabían que venía con la canción del gracias y el adiós ronroneando en el estómago.
4.
¿Cuál es mi papel en esta familia? A Connie, mi mamá, le descubrieron el cáncer en el segundo semestre del 2016. Dijeron que era de hígado. Ese año pasé la navidad y el año nuevo con ella en Bogotá. Estuve una semana. Bailamos y lloramos en el apartamento de mi tía. En enero le harían una delicada cirugía. Todo salió bien, pero unos meses después los médicos le recomendaron, para sorpresa de todos, que debía hacerse una tanda de quimioterapia. La sugerencia fue tan desconcertante como el mismo diagnóstico de la enfermedad. Un año después nos vimos, ella vino a San Pablo. El pelo le estaba creciendo de nuevo, le había salido muy crespo. La caída de este había sido un golpe durísimo para ella. Vinieron la abuela, papá y mi hermana. Al año siguiente el tumor volvió; que no era de hígado, dijeron los galenos, sino de vías biliares. Se complicó el panorama. Ella dijo que a la quimio no volvía. Se hizo entonces unas sesiones de radioterapia: no hubo muchos avances. A comienzos de diciembre, después de meses mudos, corrosivos y valiente entrega, regresó a quimioterapia e hizo una sesión. A los pocos días se acostó y no se levantó más.
Hoy, al final de otro año nos reencontramos. En dos días partirá. En el transcurso de estos dos años le pregunté si quería que estuviera con ella acompañándola físicamente, su respuesta vino sin titubeos. Todo su tratamiento lo vi de lejos.
Echando números, desde que salí de Colombia, en 2013, me vi con ella físicamente unas cinco veces. Entre esos encuentros y varios virtuales, construimos una relación, que si alguien me hubiera dicho que íbamos a tener antes de que yo saliera de casa, habría creído que era chiste inimaginable.
No entiendo nada de física, pero para mi océano de ignorancia, esto es un ejemplo elocuente de la relatividad, o casi inexistencia, del tiempo.
Tampoco sé de psicología, lingüística o fenómenos paranormales, sin embargo, en mi miope observación, hubo momentos en que la relación con ella no se podía encuadrar en un madre-hijo o amigos o parientes o cualquier otro nombre que le quieran poner. Fueron instantes donde simplemente hubo un encuentro, un momento compartido. Y tal vez la falta de un nombre para definirlo, es lo que le da tanto significado. Al carecer de nombre -ya sea porque no lo hay o por ignorancia- no hay barrera que impida ver la totalidad del momento. Es todo y nada al mismo tiempo.
5.
Ya casi para entrar, a tan solo unos metros de verla, aparece la doctora jefa de los cuidados intensivos, me dice que es mejor ir a la casa, bañarme y cambiarme de ropa; había llegado de otro país y cogido avión, las defensas de mamá están por el piso, su estado es muy delicado, no es bueno exponerla. Media vuelta y pa la casa. El santo de paja viene con el manto lleno de bacterias, gérmenes y virus.
Hechas las limpiezas, vuelvo a la clínica y entro a verla.
Má está delgada y pálida. Un amarillo opaco cubre su piel. El pelo: largo y abundante. Los ojos hinchados y semi cerrados. Los párpados oscuros. Su respiración tiene ritmo: inhala una pequeña cantidad de aire, luego una larga y brusca exhalación. No habla. Solo uno que otro espasmo de la pierna o el hombro. ¿Qué se hace o se dice en un momento como este? La persona que está ahí acostada es mi mamá, pero al mismo tiempo no es ella. Verla rodeada de máquinas, monitores y lucecitas tintineantes, parece que todo es una pieza teatral. Al mismo tiempo, la vorágine de energía que ella es, está por doquier. En la casa donde vivimos, en los momentos que vivió, en las personas que trató, en mi papá y hermana, impregnada en mí. ¿Qué es lo que se está muriendo entonces?
Sí jorgito, muy trascendentales sus reflexiones, pero sepa que esa pieza teatral como usted la llama, se llama ciencia, medicina. Usted tiene hoy el privilegio de ver y despedirse de su madre aún con vida, sin escuchar un solo agónico ¡ay! de dolor, justamente por esas maquinitas.
Ella está bien viva y con vigor. Ya no tiene ganas de hablar, el juego de las palabras es desgastante. Entonces se inventa un lenguaje nuevo: levanta la mano izquierda y se desacomoda la máscara de oxígeno. Mi respuesta viene al instante: cojo la máscara y se la pongo de nuevo, enseguida, ella se la quita de vuelta y continúa con la charla. Así conversa con todos los que entran a visitarla. Siempre le gustó platicar, saber cómo está la persona con quien habla, su familia, los estudios, la salud.
Me cuenta mi hermana que la noche pasada hablaron largo rato. Una conversación casi enloquecedora. Ella, junto con mi papá y mi abuela vivieron cuerpo a cuerpo todo el proceso de su enfermedad. Yo les agradezco por estar con ella.
Al salir todos abren los ojos y me miran expectantes. Mi papá me pregunta si me reconoció, sí abrió los ojos, si respondió. Lo único que puedo decir es: siempre es bueno ver a má. ¿Pero tú le hablaste? ¿Le dijiste algo? Repito la respuesta.
Donde se hable español habrá alguien para escuchar a Juan Gabriel. También lo habrá para quién hable turco, alemán, japonés, griego y otros idiomas a los que fueron traducidas sus obras . El Divo de Juárez, cantautor nacido en México, le puso letra, música y voz a las fibras más íntimas del sentimiento humano.
Una cosa es perder a una persona querida, otra experiencia totalmente diferente es perder una persona querida en la compañía de Juanga.
Como suele pasar con los grandes mitos, mucho dicen dicen que El Divo no ha muerto
Gracias por la compañía, un abrazo y un beso grande.
jorge gabriel
Espectacular!, ella siempre vivirá en nuestros corazones y nuestros recuerdos, cómo dices en tu relato, ella siempre llena de energía, que aun siento en mi vida frecuentemente
Vaya, de verdad que me he emocionado al leer ese relato, mucho más por haber vivido algo muy semejante al tuyo, también he perdido mi mamá así. Quizá un día tenga el mismo valor para conseguir hablar sobre ese momento como tú, con un profundo pesar pero lleno de amor . Gracias por compartir Jorge.