Tres días para la muerte de mi madre
Segunda de tres entregas sobre las últimas horas de mi mamá
Si no leíste la primera entrega, recomiendo leerla aquí antes de continuar.
26/12/2018
6.
En Bogotá, en el mes de diciembre y las primeras semanas del año, ocurre un fenómeno extrañísimo: no llueve. A lo largo de ese periodo, miramos hacia arriba y nos tropezamos con un diáfano azul. Inmenso, inabarcable. Contra él, apenas el verde oscuro de los cerros orientales le hace frente. Estas montañas, no muy altas, pero sí bien atrevidas, desfilan por todo el flanco este de la metrópoli. Cumplen un papel de suma delicadeza: se mueven por la tenue línea que hay entre proteger y vigilar. Protegen al absorber, como gigantescas esponjas, el agua que cae cuando se sueltan estos aguaceros de padre y señor mío a lo largo del año; vigilan, como vecinos chismosos, todos los pasos dados por los habitantes de la ciudad. Nada más salir a la calle y se te vienen encima las montañitas ¿Pa’ dónde va a esta hora? ¿Qué está buscando? ¿Y con quién va? Muy fastidiosas. Nos salvan de las inundaciones pero nos ahogan con sus preguntas.
En fin, volvamos al cielo despejado de fin de año. Escépticos nos quedamos, los que nacemos en Bogotá, mirando en busca de una nube o un viento frío. Escudriñando alguna señal que nos devuelva a la mojada normalidad. Cualquiera diría, al ver a un rolo -así llaman a las personas nacidas en Bogotá- observando el cielo: “¡cómo aprecian los astros las personas de esta ciudad!” No se engañen, lo que pasa es que estamos buscando un rastro de agua en el firmamento, la validación de estar, todavía, en el lugar de siempre.
Bajo este cielo decembrino amanezco. Abro las cortinas, me subo la camiseta y dejo que los rayos de sol me tuesten la barriga. A ver si así encuentro algún alivio para esta cosa incómoda que siento desde ayer antes de coger el avión. Por aquí en casa la gente ya se bañó y se alistó, escucho a mi hermana y a la abuela que salen rumbo a la clínica. Antes de ir allá, tengo que comprar un cargador para el celular. Me quedo en silencio, siento el ardor ácido en la piel y reconozco: no quiero verla, no soy capaz entrar al cuarto de cuidados intensivos para ver a mi mamá agonizando. Cuando salgo a comprar el cargador me cruzo con la vecina, estaba muy preocupada por mi madre, había visto la ambulancia hace unos días, yo no tengo ganas de extenderme mucho con ella, la tristeza que trae en la cara me alborota el malestar en las tripas.
7.
En la cafetería de la clínica nos sentamos con mi hermana a conversar. Lo que a principio parecería una charla difícil y dolorosa, acaba siendo un común acuerdo sin muchos dramas: sabíamos que ella moriría, sabíamos que sería cuestión de horas, sabíamos que ella quería irse sin ser intubada, sin respiración artificial, nada de eso. Luego, conversamos con mi papá, y él está de acuerdo. Aunque aún tiene alguna esperanza.
El resto de la mañana y de la tarde se desparraman en un ir y venir frenético de personas que entran a verla. Se quedan horas con ella, digo horas para dar una idea, pero realmente la noción del tiempo se me había caído del avión en algún punto de la vasta selva amazónica. Echado en un sofá de la sala de espera, me debato entre el ronroneo de la barriga y el rechazo ante la idea de entrar a verla.
Bien adentro, clavado en el fondo del cuerpo, como el pedacito de carne que se te queda entre las muelas después del asado, siento un lucerito de calma. ¿Qué será esto? A pesar del torbellino que hay en esta clínica y el dolor en el vientre, hay un abrigo que me conforta. ¿De dónde viene? Pues no teniendo nada que hacer, me voy a buscarlo.
¿Cuándo fue la última vez que conversé con ella? Abro el whatsapp. Fue el miércoles de la semana pasada, me decía que tenía mucho sueño, le respondí que descansara. Pero no, no son esos mensajes los que me consuelan. Sigo buscando. Pensando, pensando, pensando. Se me enciende la bombillita y me acuerdo de la mañana del 24, yo todavía estaba en San Pablo y mamá pasaba sus primeras horas en el hospital. Esa mañana llamé a mi hermana. Ella me contó que a pesar del suero y algunos remedios intravenosos su condición no mejoraba, al contrario, la iban a pasar a cuidados intensivos. Al final de la conversación ella le acercó el teléfono a má y me dijo, háblale. ¡Sí! Ese fue el momento. De ahí viene este polvo de serenidad que me abriga. Un latigazo furioso me hiela el cuerpo y me desmorono. Como un bloque de hielo a la deriva, me disuelvo en agua salada, me convierto en agua de mar, me vierto en lágrima.
La última conversación que tuve con ella. Y con ella, su última bendición.
8.
Al mismo tiempo, hay otras dos cosas que ocurren, pero a esas no me interesa buscarles el porqué. La primera: arrastrado como una pieza de ajedrez, acabo en otro sofá de la sala de espera, sentado entre la abuela y mi papá. La segunda: sin haber hecho uso de ninguna bebida espirituosa o sustancia alucinógena, noto que la fuerza de gravedad ya no atrae las cosas hacía el centro de la tierra, sino que, lentamente, traslada su poder de atracción directo al cuarto dónde está mi mamá. Las baldosas del piso, las poltronas, las macetas, las personas, todo va a dar contra las paredes como resultado de la inclinación gravitacional; se chocan entre ellas, pero continúan en lo que estaban como si nada pasara. Lo mismo sucede con el sofá donde estamos sentados, se estrella contra la puerta de acceso a la sala de cuidados intensivos. Miro a mi papá y a la abuelita: los dos en silencio. De vez en cuando, la abuela me pregunta algo o me cuenta algún recuerdo, pero del mundo desplomándose alrededor ni un comentario.
El mensaje es claro: jorge gabriel, déjate de tonterías y ¡ve a ver a tu madre! Ni modo, ya no hay forma de resistirse, hay que entrar a verla. Bueno, pero qué hago con este malestar que tengo, el estómago que se me quiere salir. Hermanito, a la gravedad le importa un carajo cualquier dolor que tenga, ella va a seguir su camino, pasar por el lado, riéndose y fumándose un cigarrillo. Resignado, me paro y me lanzo por el tobogán de la demente gravedad.
En el cuarto, mamá me espera con esa cara que parece decir: te quiero reventar contra el planeta pero te quiero tanto que por hoy te salvas. Así me confronta durate un buen rato. Al final, da su brazo a torcer y me dice: mijito, me tocó pedirle a la Virgen de Guadalupe que intercediera y te trajera de alguna forma. Me frunce el ceño y reclama: porque parece que al doctorcito se le caen las paticas pa' venir a visitarme, ¿No? Perdóname má, no pude. Nos miramos. Ella gira la cabeza, arquea las cejas en señal de tristeza y se le arruga la frente: mijo, llegó el momento.
Al cabo de unos minutos, ya sin tanto drama, le cuento sobre mis últimos meses, cómo había pasado la Navidad, los saludos que le mandaban las personas amigas desde Brasil. Una vez más nos despedimos y nos agradecemos. En esas, la doctora entra como una flecha al cuarto, mamá, más rápida todavía, cierra los ojos, se desgonza en la almohada y se hace la enferma. La doctora le pone un poco de morfina y le saca una muestra por la sonda de la nariz. La examina, aprieta los labios y niega levemente con la cabeza.
9.
La insensatez, La Ciudad de Hierro, la desobediencia.
“Mire señora María, con todo su respeto, sí, yo me traje a su hija. Y la tengo conmigo. Ella es una niña, yo soy un mayor de edad, pero conmigo ella no va a sufrir. Acuérdese que yo a esa niña no la voy a dejar botada. Esa niña la voy a llevar al altar. Y usted se acordara de mí, que yo me caso con ella. Ella va a ser mi mujer, mi esposa. No se preocupe por ella, porque está en buenas manos.”
Eso que acabamos de leer es el recuerdo de una carta; quien recuerda es Alid Amaya, mi abuela, la mamá de mi mamá. La persona que la escribió fue Raúl Colmenares, mi abuelo, el papá de mi mamá. La destinataria, la señora María, como ya pueden sospechar, era la madre de Alid.
Si las cuentas no se me enredan, la carta fue enviada, a mediados de 1963, desde Cúcuta, ciudad capital del departamento del Norte de Santander, en el nororiente de Colombia, a Convención, municipio del interior del mismo departamento, donde vivía la señora María. Ya habían pasado tortuosas semanas desde que Alid se había fugado de casa, y la señora María, muy afligida, le venía pidiendo a ese señor que andaba con ella, también a través de cartas, que no le hiciera daño a su hija.
Raúl se refería a Alid como a una niña, técnicamente era adolescente, ella tenía 16 años. Sin embargo, probablemente, para sus ojos, Alid era una niña; él tenía 28. Surge aquí la duda: ¿Por qué un muchacho de 28 años afirma que se “trajo” una niña de 16 a una ciudad a 235 kilómetros de su casa?
Para responder, necesitamos llamar a una persona, a otra ciudad y a una, dígamos… forma de entretenimiento. Por un lado, tenemos a Nina Amaya, una prima de Alid. Por el otro, la ciudad de Ocaña, municipio del mismo departamento de Norte de Santander, que queda a mitad de camino entre Convención y Cúcuta, allí, en Ocaña, vivía Nina. Por último, la Ciudad de Hierro; una Ciudad de Hierro, en Colombia, es un parque de diversiones, no muy grande, que se monta y se desarma en unas cuantas horas. Se instala en un pueblo, se queda por tiempo indeterminado, para luego irse a otra ciudad. Aquí, bienaventurada persona que me acompaña en esta lectura, se cocina la magia misteriosa de los encuentros cósmicos de esta tierra giradora.
La Ciudad de Hierro hacía su parada en Ocaña. Nina, que recordemos, vivía en ese municipio, tenía un conocido-amigo-noviecito que trabajaba en la Ciudad de Hierro. Ella invitó a su prima, mi futura abuela, que vivía feliz de la vida con la señora María en Convención, a pasar unos días en Ocaña. Y claro, aprovecharon para ir a la Ciudad de Hierro. Aquel día, el amigo de Nina, invitó al encuentro al muchacho que se encargaba de armar y hacer manutención a la rueda de Chicago -famosa atracción, se trata de una rueda de grandes dimensiones con cabinas unidas al borde, que gira lentamente para ver, desde lo alto, el paisaje alrededor- este muchacho era Raúl, el autor de la carta que leímos arriba, mi futuro abuelo.
El encuentro entre Alid y Raúl fue fulminante . Al día siguiente, los dos enamorados, se encontraron para ir al cine. Dos semanas después, Nina, desesperada, buscaba por toda Ocaña a su prima. ¡Se había perdido con el muchacho de la rueda de Chicago!
Con mucho esfuerzo los encontraron. Nina le dio una reprimenda a Raúl ¿Cómo se le ocurre meterse con una niña de 16 años? A Alid la mandaron de regreso a Convención y parecía que todo había terminado por ahí. Jejeje se reía el destino. Nadie sospechaba que los dos tórtolos ya tenían su plan fraguado: Alid aprovecharía cualquier descuido de su madre y hermanos, cogería unas cuantas ropas y se escaparía rumbo a Ocaña. En Ocaña se encontraría con Raúl, y de ahí partirían, en amor-delirio itinerante, junto con la Ciudad de Hierro, por todo el país. Y así fue.
Una noche, semanas después del envío de la carta de Raúl a su suegra, ya en otra ciudad, a Alid le entraron unos antojos inexplicables de comer bocadillo con queso -bocadillo es un dulce hecho con la pulpa de la guayaba y azúcar- y tomar Pony Malta -bebida de malta de cebada, gas carbónico y mucha azúcar-. Al primer mordisco, la niña de 16 años, se sintió muy mal. Un malestar en todo el cuerpo, mareo y unas fuertes náuseas que se tradujeron en vómitos. Algunos minutos después, Raúl, asustado, conversaba con la cocinera del hotel donde estaban hospedados. Él sospechaba que podría tratarse de algún problema en algún organo, tal vez una apendicitis. La cocinera, un poco más avispada, dijo que quizás podría ser una apendicitis con huesos.
Tal cual, Alid estaba embarazada. Crecía, dentro de ella Connie, su primera hija y mi futura mamá.
10.
Por la noche el equipo médico le dice a mi hermana que clínicamente no hay nada por hacer, de ahí en adelante es un proceso orgánico, espiritual. La van a pasar a un cuarto fuera de cuidados intensivos, de esa forma, alguien puede pasar la noche con ella. Mi hermana y yo decidimos quedarnos. El cambio de cuarto es traumático, varios familiares se despiden de ella. Es casi palpable la desolación que se posa encima de todos. Má parece angustiada, desorientada, los ojos de lado a lado, como buscando algo o a alguien, la boca abierta con manchas rubras entre los dientes, la piel amarilla al igual que los ojos.
Después de unos minutos, estamos los tres en el cuarto. Es amplio, tiene un baño equipado para recibir personas con poca movilidad -inodoro con tubos de apoyo, ducha y bañera-; al lado de la cama un sofá grande -ahí nos acomodamos con mi hermana-; detrás de éste, una ventana de pared a pared.
Má parece un poco más calma. Nos ponemos a hablar. Hablamos y hablamos. Hasta que el cansancio obliga el silencio. Ya entrada la madrugada lo único que se siente en el cuarto es la respiración de ella. Seca. Extenuante. Dilatada. Agarra el aire lento que pasa al frente de su boca, lo sorbe y lo empuja hacía las profundidades de su vida. En ese momento hace una pausa. Como apurando. Reflexionando. Una pausa de amarillo opaco que se incrusta en una mirada perdida. Luego, como un camino de arena cansada, una exhalación escapa y se expande en la languidez del cuarto.
El dolor, la tristeza, el desamor son lugares que constantemente evitamos. Y, si por desgracia del destino, llegamos a estos puertos, somos constantemente estimulados a ignorarlos, levantarnos y seguir adelante.
Ajenos a estos sentimientos, cuando nos encontramos sumergidos en alguno de ellos, no sabemos cómo reaccionar. No tengo la más mínima idea de qué hacer en esos momentos.
Lo que sí sé, es de la existencia de personas especiales, que con sus obras, convierten esos días grises en grandes expresiones de la experiencia humana y nos permiten observar y aceptar los malos ratos; saber que ellos, también, hacen parte de nosotros.
La Chamana, la gran Chavela Vargas, es una de esas personas. Ella construyó una obra, en la cual, varias generaciones hemos podido hacer catarsis colectiva de nuestros sufrimientos.
Gracias a La Señora.
“De pasión, justamente, es de lo que hablan las canciones de Chavela. Para mi cada concierto de Chavela es un ritual religioso; en estos ritos Chavela es sacerdotisa, diosa y penitente. Y la materia de la que nos habla, de la que nos canta y nos cuenta, es una materia muy dolorosa, pero a la vez, imprescindible para sentirse vivo y para vivir. Habla básicamente del amor. Es muy difícil hablar del amor y es muy difícil cantarle, sin embargo, ella lo hace de un modo transparente. Cuando Chavela abre los brazos, yo creo que no hay escenario suficientemente grande para contenerla. Yo no he visto a nadie que abra los brazos como ella, tal vez Cristo en la cruz, para a él no le conocí”
Pedro Almodóvar
Gracias y un fuerte abrazo.
jorge gabriel
Hermoso relato, la foto de Connie absolutamente espectacular! Y la historia de tus abuelos cómo de película, un abrazote 😘
Que lindo George! Te mando un abrazo !!