Historias de personas con piernas de árboles abiertas para dejar pasar los cables de la luz - Hernán
el hermano de César y tío de Dayane
Antes de continuar, recomiendo la lectura de las tres entregas anteriores Dayane, César y Teresa
Hérnan está hincado, su espalda curvada y la panza voluminosa le soporta el peso del cuerpo. Meticuloso, le rinde una venia sacramental a un plato de cocina que se vio transvestido en tazón de ofrendas: cada vez que sobraba algún cobre, luego de traer el sustento de casa, lo iba arrumando en el platillo. Entre los metales sucios de calle y trajín, y algunos billetes de vocablos ajenos -granjeados de amigos aventureros-, sus ágiles indicadores, cual patas de araña, escarban, cerniendo escrupulosamente las monedas de a diez y de a cinco centavos.
El cuello grueso que le brota de los hombros, hace un esfuerzo sobrehumano para soportar su cabeza en zambullida plena buscando las monedas. Necesita completar cuatro con cuarenta pesos colombianos, el valor de un pasaje de bus de la ciudad de Santafé de Bogotá. Corre el año de 1971. Sus dedos van contando el número de monedas que le brotan al plato, no es necesario sumar sus valores, ha venido afilando una forma más práctica de hacer la cuenta de los níqueles: los arrejunta cual amantes sin bendición, en dos líneas imaginarias que su cabeza gaseosa dibuja sobre la repisa donde reina el tazón de las donaciones. En la franja superior va enfilando dos pares de monedas de diez centavos y en la subalterna, debajo de las cuatro anteriores, pone dos de a cinco; repite el acto anterior, para luego colocar los dos escuadrones de monedas enderezados de naciente a poniente en la madera de la repisa. Hace una pausa. Se retira un poco del muble, retuerce el cuello y encoge los hombros aliviando la tensión en gesto de preparo con el fin de entregarse a una última y definitiva revista por cada una de las doce monedas, para cerciorarse de su valor acuñado. Hecho el filtro, chequeado el total de un peso, Hernán hace un montadito de las ocho monedas de a diez sobre las cuatro de a cinco; éstas últimas hacen las veces de soporte pues su circunferencia es mayor que el de sus primas de doble valor. Este montón, que más parece una columna serpenteante del ágora ateneo, es promovido a una tercera línea de mando, donde aguardará con firme estampa, el restante trío de docena que será canjeado con el chofer del autobús. Hernán se concentra de nuevo, vuelve al plato y desmenuza los cobres en busca del dinero faltante. Después de completar las cuatro columnas de a peso, Hernán se lanzará decidido para la última pesca: traerá a flote más diez cobres de cinco centavos, para completar los cuarenta del pasaje y aún sobrarle diez que le regalará al conductor en gesto de donaire y desprendimiento como reconocimiento al ajetreado jornal del humilde trabajador del servicio público urbano.
A Hernán estas cuentas en nada lo enredan, ya está acostumbrado. Desde la muerte de su padre hace unas cuantas semanas y la marcha a Brasil por parte de su hermano César a mediados del año pasado, ha venido contando centavos para mantener la casa, ayudarle a su madre y cortejar a Camila, vecina de la misma calle donde vive, que está decidido a desposar. Hoy es domingo, se ha puesto su camisa blanca de rayas celestes y los zapatos de azul regio en cuero. Tiene cita con Camila a las cuatro en el Teatro Faenza del centro de la ciudad. Verán Luisa Fernanda, la zarzuela que ha venido en boga y caído en el gusto refinado de los habitantes de la capital. Marcando un ritmo de dos tiempos con la suela de su zapato derecho, Hernán silba la melodía de Mazurca de las sombrillas, mientras se entrega al arte de la cuenta separando casi que de forma autómata las monedas del pasaje.
Pocos sospecharían, al ver su galante vestir y tarareante envergadura, que Hernán anda nadando en un rencor agobiante. Su hermano menor lo abandonó a su suerte, y encima, embarazó a una muchacha brasileña que nadie conoce. La última vez que hablaron fue hace unos meses, se rompieron los lazos, y al hermano mayor se le ha perdido el perdón en el fondo del tazón de las monedas baratas que le sobran de la calle. Sin quererlo, como empujado por una masa viscosa de rojo escarlata que se arrastra en milimétrico tormento por su vientre, viene fraguando la posibilidad de darle el cambio que le sobró a su hermano por tanto sufrimiento. Digo sin quererlo, porque sus labios, cuando conversa con su madre o Camila, dicen estar expectantes con la llegada de su sobrino o sobrina a pesar de todo lo que pasó con César. La idea de ser tío le hace mucha ilusión, y desea -hasta llegó a prometerlo en alguna noche de copas-, sin saber exactamente cómo, ser una persona presente y constante en la vida de la criatura. Vaya usted a saber si en el fondo, lo que realmente calcula Hernán, es volver a tener a su hermano de regreso pero en la forma de su futura sobrina Dayane. A la que de hecho convencerá, con la paciencia de muchos calendarios y el don de la razón, a venirse a vivir a Colombia, dejando atrás a su padre.
Pero hoy esto es apenas una idea con pocas semanas de gestación. Hoy lo que importa es apurarse porque tiene cita con Camila en el teatro, son las tres y veinte y quedaron a las cuatro, verán Luisa Fernanda, ¡ay! qué canciones más bonitas tiene esa zarzuela. Hernán sonríe, está decidido. Con Camila se casará y tendrá sus hijos. La imagen de César se le atraviesa por la cabeza y una punzada intestinal le renace en el cuerpo. Eso sí, de la forma correcta, como debe ser; no por allá escapado con una desconocida, en tierras lejanas. Agarra una chuspa y mete el manojo de monedas que suman los cuatro pesos y se la mete en el bolsillo lateral de la chaqueta, dejándosela toda ladeada y ridícula, luego, en el bolsillo trasero del pantalón, guarda las diez monedas de cinco pesos para completar el pasaje. En su cabeza ya reprodujo la escena: se monta a la buseta y le entrega la bolsa de monedas al chofer; este las derramará sobre la tablilla forrada en terciopelo rojo donde organiza el dinero, contará con asombrosa habilidad al mismo tiempo que sortea los obstáculos de la calle con su cabrilla, haciendo el pisoteo coordinado entre acelerador, freno y embrague; al cabo de la cuenta, reclamará la falta de cuarenta centavos con la mirada dura clavada en la calle, acento golpeado y un mondadientes que hace bailar entre el labio inferior y un frondoso bigote al mejor estilo brocha gorda; en retorno, acompañado de gracioso gesto, Hernán buscará las monedillas ansiosas en su retaguardia y se las arrojará al conductor aderezando el acto con un “le sobran diez pa usté” bajo un benevolente tono de voz.
Sale a coger el bus.
Mientras oye el roce de sus pisadas friccionando el cascajo de la calle, cada paso marca el tiempo de otra tonada de la zarzuela que prontamente escuchará.
¡Ay mi morena, morena clara!
¡Ay mi morena, que gusto da mirarla!
En cósmica sincronicidad, pero más cerca que lejos, ve venir el bus que lo llevará al teatro, esto lo obliga a aligerar un poco el paso, truncando el ritmo primoroso que bailaba en su cabeza. Confabulados, el vaivén de su trote y la fuerza de gravedad imponente, hacen que la chuspa con los metales en su chaqueta se zangolotee sin juicio en indecente estridencia por toda la calle, atrayendo la curiosidad de las miradas y una que otra risa burlona de sus parroquiales vecinos.
Se sube al bus.
Cuando le llega el turno de pagar, le pregunta al conductor por el valor del pasaje, el señor le confirma: cuatro cuarenta. Hernán tenía treinta y dos monedas de diez centavos y dieciséis de cinco centavos en la bolsa, y otras diez de cinco centavos en su pantalón, para sumar un total de cuatro pesos con cincuenta centavos.
Saca la bolsa de la chaqueta y con la mirada perdida en el horizonte, se la da al chofer diciéndole, ahí hay cuatro pesos.
Es apenas normal imaginar que el chofer dirá para sus adentros, mientras cuenta las monedas: ¿Y este guevón pa' qué pregunta cuánto es el pasaje si lo trae contado en monedas de diez y cinco centavos?
Pasados varios minutos, el conductor dice: aquí hay tres cuarenta y cinco. Hernán siente una hebra aguda de su cableado nervioso agrietarse. No, imposible; protesta en sordina. El chofer agarra un puñado de monedas del montón, se lo acerca a Hernán y le dice: hay tres y cuarenta y cinco, ¿quiere contar? No, ya conté en la casa, le devuelve Hernán con cemento en la voz. Consciente de la tozudez indoblegable del conductor, Hernán abortó cualquier posibilidad de apelación, sacó su cartera del bolsillo posterior derecho del pantalón y buscó, entre un grueso ramillete de billetes, alguno de cinco pesos. Recibió las vueltas del billete, y entre tres y cuarenta y cinco y cuatro pesos en monedas de diez y cinco centavos, dentro de la pesada chuspa que traía en la chaqueta.
Dayane, sobrina de mi padre y fuente reveladora de los hechos relatados en la segunda temporada de este Newsletter, regresó a Bogotá después de una semana de visita aquí en São Paulo en septiembre del 2016. Una noche de aquella visita, por puro capricho del destino, la escuché hablando con mi papá por videollamada. Le contaba sobre los árboles en las aceras con los cables de la luz en sus copas, que vimos saliendo del metro un día; describía con asombro, cómo los podaban para no interferir en la red eléctrica, y al mimso tiempo, dándoles la forma de personas con las patas al aire abiertas y los cables pasándoles por el medio. Al otro lado de la línea oí el eco de la risa de mi padre.